Había una vez un hombre que estaba escalando una montaña muy complicada donde había nevado mucho. Pero no había querido volverse atrás así que de todas maneras, con su propio esfuerzo y su coraje, siguió trepando y trepando, escalando por esta empinada montaña. Hasta que en un momento determinado, se soltó el enganche. El alpinista se desmoronó, empezó a caer a pico por la montaña golpeando salvajemente contra las piedras en medio de una cascada de nieve.
Pasó toda su vida por su cabeza y cuando cerró los ojos esperando lo peor, sintió que una soga le pegaba en la cara. Sin llegar a pensar, de un manotazo se aferró a esa soga.
El alpinista no podía ver nada pero sabía que por el momento se había salvado. La nieve caía intensamente y él estaba allí, como clavado a su soga, con muchísimo frío, pero colgado de este pedazo de lino que había impedido que muriera estrellado contra el fondo de las montañas.
Trató de mirar a su alrededor pero no se veía nada. Gritó dos o tres veces, pero se dio cuenta de que nadie podía escucharlo. Su posibilidad de salvarse era remota; aunque notaran su ausencia nadie podría subir a buscarlo antes de que parara la nieve. Pensó que si no hacía algo pronto, este sería el fin de su vida. Pensó en escalar la cuerda hacia arriba para tratar de llegar al refugio, pero inmediatamente se dio cuenta de que eso era imposible.
De pronto escuchó la voz que venía desde su interior que le decía “suéltate”. Quizás era la voz de Dios. Pensó que soltarse significaba morirse en ese momento. Se decía a sí mismo que ninguna voz lo iba a convencer de soltar lo que le había salvado la vida. La lucha siguió durante horas pero el alpinista se mantuvo aferrado a lo que pensaba que era su única oportunidad.
Pasó toda su vida por su cabeza y cuando cerró los ojos esperando lo peor, sintió que una soga le pegaba en la cara. Sin llegar a pensar, de un manotazo se aferró a esa soga.
El alpinista no podía ver nada pero sabía que por el momento se había salvado. La nieve caía intensamente y él estaba allí, como clavado a su soga, con muchísimo frío, pero colgado de este pedazo de lino que había impedido que muriera estrellado contra el fondo de las montañas.
Trató de mirar a su alrededor pero no se veía nada. Gritó dos o tres veces, pero se dio cuenta de que nadie podía escucharlo. Su posibilidad de salvarse era remota; aunque notaran su ausencia nadie podría subir a buscarlo antes de que parara la nieve. Pensó que si no hacía algo pronto, este sería el fin de su vida. Pensó en escalar la cuerda hacia arriba para tratar de llegar al refugio, pero inmediatamente se dio cuenta de que eso era imposible.
De pronto escuchó la voz que venía desde su interior que le decía “suéltate”. Quizás era la voz de Dios. Pensó que soltarse significaba morirse en ese momento. Se decía a sí mismo que ninguna voz lo iba a convencer de soltar lo que le había salvado la vida. La lucha siguió durante horas pero el alpinista se mantuvo aferrado a lo que pensaba que era su única oportunidad.
Cuenta esta leyenda que a la mañana siguiente la patrulla de encontró al escalador casi muerto. Le quedaba apenas un hilito de vida. Algunos minutos más y el alpinista hubiera muerto congelado, paradójicamente aferrado a su soga…a menos de un metro del suelo.
1 Comment:
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- Anónimo said...
9 de junio de 2008, 12:10Holaaa tripa. Muy buen texto, a veces tenemos miedo de despegarnos de ciertas cosas pero no sabemos que eso es lo mejor. Abrazo!!!
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